Entre la apatía y el espanto
Boca sufrió uno de los peores fracasos de su historia. La eliminación ante Alianza Lima desnuda las falencias de un club que se quedó sin Copa Libertadores después de invertir 20 millones de dólares.
De repente, el silencio es ensordecedor. Alan Velasco, la segunda compra más cara en la historia Xeneize, acaba de errar su penal en la definición ante Alianza Lima y en la resignada Bombonera solo retumba el festejo de dos mil peruanos que, amuchados en la tercera bandeja, son testigos de su hazaña: antes de la serie de repechaje, Alianza Lima había ganado uno de sus 38 encuentros por Libertadores en la última década.
La tristeza es colectiva y las tribunas atraviesan en centésimas de segundo las cinco etapas del duelo, entre la melancolía de ya no ser, la nostalgia de la gloria que supimos conseguir y la ira del sueño destruido. Apenas un tibio “que se vayan todos” interrumpe la conmoción. Boca quedó afuera en la fase previa de la Copa Libertadores, en casa y ante su pueblo.
Después de invertir más de veinte millones de dólares, el 2025 bostero se terminó sobre la abúlica medianoche del 25 de febrero. Con los días, el optimismo natural del futbolero matizará el dolor, curará las heridas y construirá nuevas ilusiones pero ya nada será lo mismo: ausente en la temporada anterior, el único objetivo era la maldita séptima.
Hay un punto de no retorno y Boca parece haberlo alcanzado. El colapso no es novedad pero la debacle se profundizó durante los últimos dos años. La temprana eliminación ante los Aliancistas de Pipo Gorosito representa uno de los mayores fracasos en sus casi 120 años de historia. La decepción simboliza el fin de una era y la certeza de que siempre se puede estar peor: Boca se acostumbró a vivir al límite, caminando sobre los márgenes, y la suerte algún día se termina.
Si en los éxitos se destaca como fórmula imprescindible el buen funcionamiento de las cuatro patas sobre las que se construye un campeón, esos condimentos son también los responsables del abismo. Los dirigentes, el cuerpo técnico, los jugadores y la hinchada son protagonistas de esta frustración anunciada. Sorprende el desenlace, por la magnitud y grandeza del Goliat caído, pero no por el proceso: lo previsible a veces se cumple.
Román y el consejo del fútbol
Juan Román Riquelme era intocable, al menos hasta ayer: “que se vayan todos” también lo incluye a él. Vivirá por siempre en la cima del podio Xeneize como jugador pero ya no tendrá red de contención como dirigente. En el último mercado de pases intentó solucionar los errores acumulados de su gestión pero ya era tarde. Fue el mejor ciclo de negociaciones de su historia, un elogio que se explica cuando se analizan los nombres, los montos y el resultado de los traspasos anteriores.
Pese a incorporar jugadores de jerarquía para reparar algunas de sus necesidades, Boca volvió a presentar lunares estructurales demasiado evidentes como para no atenderlos. Después de semejante gasto, Boca se despidió de la Libertadores con remiendos urgentes como la inclusión de Milton Delgado -de gran Sudamericano Sub 20- en el mediocampo y Rodrigo Battaglia como central.
Aún así, hoy resulta tan sencillo como injusto cuestionar sus decisiones recientes. Si bien desembolsaron una cantidad exagerada de dólares por Alan Velasco, era una apuesta lógica en un mundo en el que encontrar talentos diferenciales en un planeta con mercados emergentes que disponen de chequera ilimitada es todo un desafío. El mayor pecado de la era Riquelme y su consejo del fútbol no fue la nómina de refuerzos que desembarcaron en La Boca: el plantel Xeneize arrastra un rejunte de lastres, ya sea por indisciplina o por constantes inconvenientes físicos, desde hace años.
Sin un código de conducta, sin una política de premios ni castigos, todo da lo mismo. Y es un sentimiento que se extiende a cada uno de los rincones del club: toda da igual porque no hay consecuencias. Pegarle a un socio, hacerse expulsar en una final de Copa Libertadores, ver dos tarjetas rojas casi consecutivas que le cuestan al equipo sendas eliminaciones, no mandar un mail para anotar a las nuevas caras antes de un cruce continental. Todo pasa, en honor al mantra de Julio Grondona, y nada cambia.
Este último cachetazo debería provocar un cimbronazo en la composición interna de un club que está obligado a profesionalizar sus áreas. Claro que es una posición incómoda: significa bajarse del “Si Román” para rodearse de especialistas en cada departamento, abandonar la subestimación permanente del resto del mundo y entender que para salir campeón hay que arremangarse: no alcanza con la camiseta ni con la gloria cosechada.
Los resultados te dejan en evidencia en el fútbol profesional, pero la necesidad es general. Es hora de terminar con la película del Best Speaker Ever, las batallas contra el periodismo, la discusión permanente contra la sombra que proyecta la figura de Mauricio Macri. El club es de los socios pero cada error de cálculo, cada papelón, es una oportunidad para la resurrección de una oposición hoy desdibujada. Riquelme ya no puede arreglar el mundo con sus pies: su investidura matizó los fiascos pero ya no alcanza con los laureles del pasado.
El autodestructivo Gago
La elección de los entrenadores no es un tema menor en la era Riquelme. Fernando Gago es el último eslabón en una cadena de malas decisiones. Con una construcción mediática que disimuló los resultados de sus ciclos en Aldosivi y Racing, Pintita desempolvó las memorias de sus días como jugador y las enarboló para reencontrarse con aquel club que lo había forjado. Atrapado en un eterno retorno, el camino del director técnico Xeneize es cada vez más breve: Gago asumió en octubre, no llegó ni siquiera a sembrar una mentirosa ilusión y ya está para el despido.
Con las primeras semanas de gracia, encaró la pretemporada con el objetivo de rediseñar su fisonomía y establecer un ADN que no había podido encontrar en un cierre de año exigente. Pero, además de una preparación física deficitaria que le costó varias lesiones, Gago alimentó la confusión: no repitió jamás un mismo once, ni siquiera un mismo sistema táctico, durante todo 2025. La rotación incluso erosionó a las individualidades del plantel, como sucedió en los casos particulares de Lautaro Blanco y Milton Giménez. Con la obligación de afrontar finales desde bien temprano en el calendario, el propio DT fue artífice de la inestabilidad de un once que aún hoy no se recita de memoria.
Sin intérpretes consolidados, tampoco hay plan de juego. Gago asume el supuesto papel de un entrenador ofensivo pero dirige a un equipo atropellado sin sociedades y sin conexiones por dentro que no genera situaciones de riesgo pese a disponer de un arsenal ofensivo valorado en millones de dólares. Con los laterales permanentemente volcados al ataque, se repite en centros intrascendentes: ante Alianza Lima lanzó 48 envíos al área. Gorosito exprimió al máximo esa constante Xeneize con pelotazos largos a las espaldas de los laterales, especialmente de un Marcelo Saracchi que en ambos cruces sufrió pesadillas por la velocidad de Eryc Castillo.
Mientras en las redes sociales retratan el concepto de aura con imágenes de grandes deportistas de la historia, Gago representa su antítesis: la postal cabizbaja y deprimida, mientras sus dirigidos patean los penales para definir su destino en la Libertadores, expone su espíritu. El entrenador, con sus gestos ampulosos e irritantes, con su mirada perdida y su postura alicaída, no transmite nada. Y este Boca fue un espejo de su alma: sin rebeldía, sin voracidad y sin convicción se quedó afuera en una noche impasible.
Gago no aprovecha ni siquiera los guiños del destino. Tras el gol en contra a los cinco minutos, otra vez cedió la iniciativa. Y tampoco corrigió los errores de la ida en Perú: el empate de Hernán Barcos llegó después de que Castillo aprovechara el desbalance defensivo para atacar al espacio y generar un foul innecesario de Kevin Zenón. Cambios a destiempo y mal ejecutados, desajustes permanentes en todos los sectores de la cancha, una voz de mando muda y una pizarra que jamás ofreció respuestas.
Sin alma, sin rebeldía y sin fútbol
Boca está acéfalo: es un equipo sin referentes. Si la triunfal época de Carlos Bianchi se había edificado sobre la personalidad de sus cabecillas, estos desastres reflejan la debilidad anímica de un grupo incapaz de imponerse en los momentos decisivos. Es una crisis de identidad colectiva pero también individual: no hay nadie que piense.
En el mejor momento de Boca en la serie ante Alianza Lima, un minuto después de haber convertido el 2-1 por intermedio de Kevin Zenón y cuando amenazaba con arrollar a los peruanos en busca del tercero, Marcelo Saracchi inició una gresca que enfrió al Xeneize y le permitió respirar a los de Gorosito. Es una constante: la prepotencia entendida como virtud, la confusión entre el coraje y la violencia, como si la hombría que constituye la genética azul y oro consistiera en pelearse sostenidamente con el rival de turno.
En el aire confundido de La Ribera, hasta Edinson Cavani se difumina: deslucido, se mezcla en reclamos permanentes impropios de su historia y corona otra actuación para el olvido con la pifia final. También Agustín Marchesín. Después de haber sido una de las figuras durante los noventa minutos con una atajada providencial para evitar un gol catastrófico, una tendencia en sus últimas actuaciones, el arquero que llegó para cumplir un sueño abdicó en el momento que tantas veces debió haber soñado: pidió el cambio antes de la tanda de penales y le dejó su lugar a Leandro Brey. En un club que construyó varios de sus mitos desde los doce pasos, un linaje que va desde Antonio Roma a Sergio Romero, la dimisión resulta imperdonable por más explicaciones que esgrima Gago.
Milton Delgado, un mediocampista de 19 años que suma menos de una veintena de noches con la camiseta de Boca, fue el mejor del naufragio. Después de no haber hecho la pretemporada con sus compañeros por su participación en el Sudamericano Sub-20, donde fue una de las figuras del subcampeón continental, aterrizó en Brandsen 805 y se metió instantáneamente en el once titular. Destacado ante Aldosivi, fue el MVP ante Alianza Lima. Fue el único con el carácter para asumir la conducción de un equipo cansino, lento y apático. La Bombonera le regaló sus aplausos en una jornada candente.
Pero la indolencia de Boca es insoportable, una mezcla de desinterés con indiferencia. Todos trotan, no se mueven para recibir y están estancados en sectores donde es imposible sacar ventajas. No hay cambios de ritmo, gambetas ni pases filtrados para romper líneas. Tampoco hay desmarques ni proyecciones. No se juntan a jugar: cuando un compañero busca una opción de pase en la mitad de la cancha, todos salen eyectados hacia el arco rival.
Hinchas de la hinchada
En un club adormecido donde la dirigencia descansa en sus laureles como jugadores, el técnico no transmite y al plantel le falta rebeldía, la hinchada se contagió de la somnolencia. El pueblo Xeneize se enamoró en exceso de su aliento incondicional: la exigencia es mínima y no hay reacción. La virtud convertida en exageración para marcar la diferencia con el resto de las populares es canibalismo. Desde hace años que su mayor orgullo, con un equipo que suele no estar a la altura, es el aguante por el aguante mismo.
El tedio de los noventa minutos alcanza también a las tribunas. Ni siquiera explotó en la noche en la que Pipo Gorosito desafió al componente místico de La Bombonera. Hay un cambio de era pronunciado en el hincha del fútbol, un síntoma que se da en todas las canchas pero que en Boca queda aún en más evidencia porque el Alberto J. Armando ha sabido ganar partidos por el empuje de su gente en escenarios de total adversidad: la victoria ante el Corinthians campeón del mundo en los octavos de final de la Copa Libertadores 2013, con un Boca que terminaría en la anteúltima posición del torneo local, fue una de las tantas utopías que se cimentaron sobre el aliento atronador de La 12.
Pero eso ya no pasa. Las tribunas ya no son para los futboleros: hoy ir a la cancha se transformó en una experiencia cool para subir a Instagram y retratar en Tik Tok. Sin visitantes, lo peligroso se transformó en un paseo. Los precios prohibitivos, la crisis general, el filtro y los negociados para exprimir la billetera de los turistas fueron relegando al verdadero hincha. Y ese fenómeno se traduce en una hinchada que no entiende los momentos ni la temperatura del partido: Boca se fue al entretiempo virtualmente eliminado sin reproches desde los cuatro costados y en los últimos minutos, cuando tenía a Alianza Lima contra las cuerdas, el tedioso “dale Bo, dale Bo” sonaba hace veinte minutos. Recién consumado el papelón se manifestó el enojo con un “que se vayan todos” que no fue atronador.
La crisis de identidad también es de su pueblo. La exacerbación del gutural grito de “Booooooooooooca”, el vacío de significado del “Mono nunca sapo” y la convicción masturbatoria de que “acá no se putea” son todos regocijos mínimos e insignificantes para un gigante mundial como Boca. La invasión de las clases altas que exageran su raigambre popular para pertenecer a una de las movidas populares más grandes del mundo, con la botella cortada y el fernet 70/30, también es parte del problema. Desde el descenso de River a la B Nacional que el hincha asumió un papel inédito: no pasa nada porque peor es descender.
Y desde el paravalanchas tampoco hay respuesta. La barra que supo ser del Abuelo se transformó en un negocio, como todas en el fútbol argentino. Más preocupados por difundir su restaurante en Puerto Madero y congraciarse con diferentes programas de streaming, no rompen la monotonía desde el aliento e incluso tapan el tibio reclamo que los hinchas lanzan ante situaciones límite. En los noventa minutos frente a Alianza Lima no se cantó ni una vez por la Copa Libertadores, por la obsesión de la Libertadores, por el sueño de la séptima.
Espectacular artículo.
Abrazo grande.
Suscribo a cada palabra, Mati. Gracias por poner, de manera tan sencilla, lo que sentimos los hinchas de Boca. Todos son responsables de este presente paupérrimo. Espero que se tomen decisiones a la altura de semejante papelón.