Fuiste todo, pero fuiste
Boca y River se despidieron prematuramente del Mundial de Clubes, un torneo que expuso los errores de dos modelos de gestión agotados.
Los clubes son grandes por su gente pero la grandeza de los clubes no se circunscribe únicamente a su pueblo. Boca y River se despidieron del Mundial de Clubes con las mismas conclusiones de sus últimos dos años: orgullosos de sus hinchas y preocupados por su fútbol. Los 50.000 Xeneizes en Miami y los 40.000 Millonarios en Seattle obnubilaron al mundo, movilizaciones incondicionales de exportación, demostraciones de un amor sin lógica por los colores. Pero el planeta futbolístico siguió girando sin ninguno de los dos gigantes argentinos. Solo las tribunas estadounidenses acusaron la nostalgia.
La profundidad de la lengua castellana ofrece un abanico de sinónimos, para gusto y elección del consumidor: decepción, fracaso o papelón. Cada cual decidirá estamparle a la producción nacional el rótulo que prefiera, una discusión minúscula para una certeza insoslayable: el balance albiceleste, representado por los dos gigantes de su tierra, es preocupante. Mientras las redes sociales se transformaron en una guerra de trincheras sobre la magnitud de las derrotas, el debate por el título nobiliario del “movimiento popular más grande del mundo” y el regocijo en la caída ajena, Boca y River comparten síntomas que llevan a la misma conclusión: el dolor de ya no ser.
El mundo globalizado, la vida después de Bosman y la admiración exagerada de lo extranjero fueron esmerilando cierto sentido de grandeza y competitividad en dos de los clubes más grandes de América. El hincha que antes soñaba con hazañas, que sacaba a relucir la mística bostera y la escuela futbolística riverplatense para plantarse cara a cara con los grandes de Europa, que le exigía a sus planteles ser protagonistas, terminó conformándose con derrotas dignas.
Las conclusiones son muy pobres: casi le ganamos al Benfica, perdimos por poco con Bayern Múnich y competimos contra el Inter. La realidad es otra: mientras que Boca no pudo sostener un 2-0 en superioridad numérica y empató con un equipo semiprofesional neozelandés en su despedida, River llegó obligado a la última fecha en un grupo más accesible por no haberle podido ganar al Monterrey mexicano. Son las dos caras de una misma moneda, mientras los medios debaten cuál derrota es peor.
El problema no es la discusión banal de las redes sociales ni la ignorancia -e incluso la operación- periodística: lo más preocupante es que, puertas adentro, ambos clubes parecen haber adoptado la misma postura. Las tristezas del clásico como cura para maquillar las heridas, la comparación constante entre dos clubes que se fagocitan y no son capaces de observar lo evidente: pese al presupuesto desmedido que manejan, hace rato que ni siquiera son los mejores de su país. Es más: la ecuación entre sus recursos económicos y los resultados debe ser de las peores del fútbol vernáculo.
La temprana eliminación y la producción brasileña, con Fluminense entre los cuatro semifinalistas, profundizaron aún más las falencias de dos modelos de gestión agotados. Porque resulta fácil apuntarle al desprestigiado fútbol argentino, a su exceso de integrantes en el torneo de treinta equipos y a la merma de competitividad de un formato con playoffs y descensos caprichosos, pero los poderosos Boca y River son víctimas de su propios vicios y errores, una realidad en la que también comparten protagonistas: los responsables son los dos ídolos máximos de su historia. Con inversiones multimillonarias en los últimos mercados, ambos acortaron considerablemente la brecha financiera con respecto al Brasileirao: si Boca puede desembolsar 10 millones de dólares por Alan Velasco y River invertir 50 millones refuerzos, el problema no es económico.
El Boverismo viajó a Estados Unidos a controlar daños y no lo consiguió. Para Boca era un Mundial de Clubes incómodo: con un entrenador asumido veinte días antes del debut, tras un semestre sin Copa Libertadores por la eliminación ante Alianza Lima, derrotado por River en el único clásico del semestre, borrado por Independiente en La Bombonera por el Apertura y con un plantel plagado de jugadores que ni siquiera hubieran necesitado emitir una visa especial para entrar al país de Donald Trump porque les hubiera alcanzado con mostrar la de turista ante migraciones.
Las proyecciones no eran muy ilusionantes con dos cruces ante europeos en el horizonte: el rendimiento previo al torneo, las convulsionadas últimas semanas y la dificultad de los desafíos aparecían como una inevitable bomba de tiempo que detonaría en sus ya debilitadas entrañas. Pero Boca pareció renacer y reencontrarse con su chapa histórica. Los hinchas habían vuelto a sentirse representados por un equipo que había dejado la piel en cada cruce para, siempre desde una postura conservadora forzada por su propia coyuntura, equiparar la distancia con los europeos. El Boca cuyos propios hinchas pensaban que había viajado a perder por poco expuso su carácter para tener en jaque al Benfica en su debut e incluso incomodar a un Bayern Múnich que fue superior.
Después de los dos primeros partidos, pese a la frustración del triunfo que no fue y el empate que se escurrió, Boca no solo había sobrevivido: había conseguido establecer los cimientos para su refundación. Más allá de un desenlace que ya no dependía de su producción porque Benfica definiría su suerte ante el Bayern Múnich, la armada Xeneize volvería a casa con las huestes fortalecidas y reconciliado con su gente incluso pese a la eventual eliminación. Pero este plantel de Boca está acostumbrado al auto boicot: el empate ante un Auckland City semi-amateur, con jugadores que entrenan tres veces por semana y que pidieron licencias en sus respectivos trabajos para viajar a una competencia en la que sufrieron 16 goles en los dos primeros partidos, arruinó los méritos acumulados.
El sorteo de la fase de grupos, en el que River había sido cabeza de serie, presentaba un panorama más alentador con un solo europeo en su grupo. Pese a su clasificación a los octavos de final de la Copa Libertadores y el triunfo ante Boca en el superclásico, el modelo 2025 se atascaba dentro de la cancha: la derrota ante Talleres en la final de la histórica y prestigiosa Supercopa Internacional y la eliminación ante Platense quedaron relativizadas por la obsesión continental pero retrataron a un River impotente. La estruendosa aparición de Franco Mastantuono había disimulado las profundas grietas colectivas y creativas de un plantel desbalanceado.
El triunfo ante el Urawa Red Diamonds fue más valioso por los tres puntos que por su rendimiento. Monterrey expuso definitivamente las debilidades del Millonario: un equipo sin ideas, sin un líder futbolístico capaz de desarmar un bloque bajo defensivo, con un mediocampo cargado en años, una delantera sin gol y una evidente incompatibilidad entre la búsqueda táctica de Marcelo Gallardo y el perfil de un entramado defensivo demasiado cansino como para plantarse en mitad de cancha.
Con todo el mediocampo suspendido y sin alternativas en el banco, el mismo entrenador que había hecho del pragmatismo una fortaleza salió a jugar de igual a igual ante el Inter subcampeón de Europa. La intensidad asfixiante que complicó las salidas Nerazzuri duró veinte minutos y River se fue desdibujando, al compás de los goles mexicanos en Los Ángeles. La calentura final entre Marcos Acuña y Denzel Dumfries fue más que un segundo capítulo tras el Argentina-Países Bajos de Qatar 2022: fue un retrato de la frustración riverplatense.
En concreto: Boca y River dilapidaron sus propias chances de clasificación. Puede pasar en el fútbol, consecuencia de una mala noche o ante un rival extraordinario. Pero las eliminaciones no sorprenden a nadie porque son la consecuencia de años de desmanejos. Los resultados pueden variar y siempre quedará en el imaginario colectivo cómo hubiese sido la historia si Carlos Palacios no cometía su penal infantil ante Nicolás Otamendi o si Facundo Colidio hubiera anotado su cabezazo ante Yann Sommer. Porque River y Boca podrían haber clasificado, una gesta edificada sobre el peso de su historia, el respeto internacional por sus camisetas y el espíritu siempre combativo del fútbol sudamericano, pero lo cierto es que el resultado resalta todo aquello que vienen haciendo mal hace mucho tiempo: no tener herramientas para afrontar diferentes escenarios ni recambio en posiciones claves es responsabilidad exclusivamente propia.
Juan Román Riquelme es el gran apuntado en Boca, incluso cuando sus hinchas hacen malabares para no reprocharle públicamente las tristezas del último tiempo. Después de meses de aliento irracional, evidenciaron su cansancio y le cantaron al consejo, pero el consejo es Román. La expedición norteamericana comenzó con el aroma a milagro y terminó con el olor putrefacto del papelón.
Al fútbol, como a la suerte, hay que ayudarlo y Boca hace rato que no lo ayuda. Y la responsabilidad absoluta es de su presidente, la última palabra autorizada en el departamento de fútbol, por la construcción de un plantel cuyos jugadores más caros prácticamente no participaron del torneo. La depuración nunca llega en un club sin premios ni castigos, con nombres históricos del fútbol internacional que le faltan el respeto a la camiseta.
De repente, Boca asumió el rol de ONG que cumple sueños: Ander Herrera fue titular en el Mundial de Clubes pero salió lesionado a los veinte minutos y un deslucido Edinson Cavani ingresó después de 35 días de inactividad a una formación que había funcionado sin su presencia. Sergio Romero tomaba mate en la tribuna y Marcos Rojo se reía en el banco después de ser amonestado en un viaje de egresados que también disfrutaban Frank Fabra, Javier García y otro grupo de al menos diez becados. En cambio, Milton Delgado no sumó un minuto después de haber sido el mejor del último semestre, y Miguel Merentiel, figura ante Bayern Múnich y Benfica, perdió la cinta de capitán y fue relegado a tareas en las que merma su rendimiento.
Boca se atascaba contra el Auckland City y Miguel Ángel Russo, quien había regresado ante las urgencias del club que lo había despedido hace menos de un lustro, no tenía herramientas ni recursos para descifrar la resistencia de un esforzado grupo de entusiastas. Y después de la eliminación, ya en Argentina, todo sigue igual: la dilatada vigilia por Leandro Paredes, que fue a Miami de vacaciones mientras Boca jugaba el Mundial de Clubes y después se tomó vacaciones de sus vacaciones en las Maldivas mientras sus futuros compañeros se entrenan en La Boca, parece ser la única negociación abierta. El futuro mejor jugador pago del plantel, una de las piezas del mediocampo de la Selección Argentina, tendrá que ponerse a punto físicamente después de un mes sin actividad para consumar su retorno.
Mientras tanto, a una semana del inicio del campeonato, el Xeneize sumó únicamente a Marco Pellegrino y a Malcolm Braida. Y aún peor que la falta de refuerzos es la presencia de nombres que deberían haber sido eyectados del plantel. No solo por los nombres propios y su influencia puertas adentro, sino por el mensaje que baja la dirigencia: otra vez no hay premios ni castigos.
En simultáneo, River pagó la cláusula por Maximiliano Salas. El delantero, de buena etapa en Racing Club, aparece en el plan de Gallardo como el primer defensor en su presión adelantada, un rol que reclamó durante el Mundial de Clubes y que en otros tiempos cumplieron Rafael Santos Borré y Rodrigo Mora. Para solucionar sus falencias creativas, el Muñeco insiste en hombres de su confianza: Juan Fernando Quintero se volvería a calzar la banda riverplatense, una fórmula que no le ha dado grandes réditos desde el retorno al club de Núñez. Gallardo hace y deshace sus propios movimientos, poniendo en el mercado a jugadores que llegaron hace meses como Matías Rojas o Gonzalo Tapia.
El segundo semestre del año tendrá objetivos obligatorios para ambos clubes. River tendrá el desafío de competir continentalmente en octavos de final de Copa Libertadores ante Libertad de Paraguay y de recuperar su protagonismo nacional después de haber perdido en casa ante Platense. Para Boca, sin competición internacional, ganar el torneo local y la Copa Argentina resultan imprescindibles para su obsesión permanente: levantar la séptima.
Excelente análisis. Considero que el gran problema de ambos -como insinúa la nota- se llaman Riquelme y Gallardo. El primero por creerse que el haber sido excelente futbolista lo convierte en excepcional dirigente. Nada mas alejado de la realidad. Además cuenta con un circulo de adlateres que le festejan todo y le dan la razón siempre. Encima contrató a un técnico traidor que le interesa mas la plata que la historia. Y Gallardo se subió a un pony del que pronto se va a caer. Le dieron las llaves del club y mas que Napoleon se siente Nerón....se va a dar cuenta tarde cuando arda todo. Así andamos....
Excelente. El fútbol argentino tiene muchos problemas, pero el rendimiento de River y Boca en el Mundial de clubes no permite ninguna generalización.
River y Boca, con sus dirigencias e hinchas, están en un chiquitaje de compararse a ver quién hace cada cosa y qué dicen de cada ellos, sin preocuparse en un horizonte que los devuelva a primeros planos.