El fútbol al límite: el barco del qué nadie se quiere bajar
Calendarios saturados, torneos nuevos, públicos con un sinfín de exihencias y un sistema que parece estar fuera de control. O todo lo contrario.
El fútbol mundial vive una contradicción que ya no se puede disimular. De un lado, la industria más poderosa del deporte, un negocio que crece año tras año, con contratos televisivos millonarios, sponsors que se multiplican y estadios que son templos modernos del consumo y la generación de contenido para replicarse en todos los medios posibles. Del otro, un plantel global de futbolistas al límite físico, con lesiones que se repiten en figuras de todas las ligas top. La ecuación es clara: cuanto más grande es la torta de dinero, más partidos se programan. El interés va mermando sobre un partido en sí, pero en el global del evento la cantidad abrumadora de juegos termina cumpliendo con el objetivo principal. Sin embargo, son pocos los que se atreven a manifestar algo que cae de maduro: reducir el calendario también implicaría poner sobre la mesa la reducción de los salarios astronómicos.
En las últimas temporadas, las estadísticas de lesiones se dispararon. Jugadores que antes completaban campañas enteras hoy sufren roturas musculares o sobrecargas que los obligan a parar semanas. Las selecciones y los clubes se señalan mutuamente, pero la raíz está en la acumulación: un futbolista de elite puede llegar a disputar más de 70 partidos oficiales al año, sin contar amistosos de pretemporada ni giras comerciales. En este 2025, tuvimos la primera experiencia del Mundial de Clubes de la FIFA, diseñado en plena temporada vacacional para el grueso del planeta fútbol, menos para los plantes que jugaron la competencia. Luis Enrique, entrenador del PSG campeón de Europa, fue claro sobre su metodología de entrenamiento para ese certamen con un formato similar a un “campamento de vacaciones”, pocas cargas de entrenamientos, mucho tiempo libre y de reposo junto a los seres queridos.
El inicio de los parisinos en la defensa de la corona en Francia y Europa los mantiene a paso firmes como grandes candidatos a ser animadores de principio a fin, sin embargo Khvicha Kvaratskhelia, Ousmane Dembélé, Mariqunhios y Désiré Doué ya pasaron por la enfermería; Vitinhia jugó entre algodones ante el Barcelona y Joao Neves apuró la puesta a punto para poder estar en el banco de suplentes.
Entrenadores como Pep Guardiola, Carlo Ancelotti o Jürgen Klopp lo advierten de manera insistente: “No hay cuerpo que aguante”. El problema, además, no es solo físico sino mental. La presión constante, los viajes intercontinentales y la exigencia de rendir siempre en escenarios globales forman una combinación difícil de sostener a largo plazo.
El caso de Radu Drăgușin, liberado por Tottenham de su selección para evitar una convocatoria que podía poner en riesgo su recuperación, es apenas un ejemplo reciente de un conflicto que se repite en todas las fechas FIFA. Las disputas entre clubes y selecciones. Los clubes sienten que son quienes pagan salarios altísimos y, por ende, quienes deberían tener el derecho a decidir sobre el uso del jugador. Las federaciones, en cambio, defienden su derecho histórico de representación del país, con el orgullo a cuestas y la exposición que suele dar una gran actuación a nivel seleccionado.
La FIFA, con su calendario cada vez más recargado, parece empujar el péndulo hacia el lado de las selecciones. La UEFA, con sus torneos de naciones y Champions ampliada, hacia los clubes. En el medio, los futbolistas corren detrás de una pelota que nunca se detiene. Alexander Ceferin, presidente de UEFA, resaltó a fines de 2024 en una reunión en la que se analizaba la robustez del calenderio que “¿Quién se queja? Los que tienen los salarios más altos y los que tienen 25 jugadores de primer nivel. Los que tienen salarios más bajos y apenas 11 jugadores no se quejan. A ellos les encanta jugar”.
Como si las competiciones habituales no alcanzaran, en los últimos años proliferaron los “torneos premium”: la Finalissima entre campeones de Europa y Sudamérica, la Supercopa Intercontinental de clubes, los amistosos de lujo en Medio Oriente o Asia. Todos productos diseñados para abrir mercados, para vender entradas, camisetas y derechos televisivos. Y la nueva vedette: generar contenidos para atraer nuevos fans y, por ende, nuevos sponsors. La confirmación de la Finalissima 2026 entre España y Argentina es un ejemplo claro: se trata de un partido único, de atractivo indudable, pero que añade presión a un calendario ya saturado.
El fútbol no es el único deporte atrapado en esta lógica expansiva. La NBA juega 82 partidos de temporada regular, más playoffs que pueden elevar la cuenta total a casi 100 partidos. La MLB supera los 160 encuentros en un año, con un nivel de exigencia física diferente, pero que obliga a un calendario maratónico. La Fórmula 1, por su parte, lleva varias temporadas ampliando su número de Grandes Premios: en 2025 alcanzó los 24, la mayor cifra de la historia, con pilotos y equipos que ya advirtieron sobre los riesgos de fatiga y seguridad.
La diferencia con el fútbol es que, en esos deportes, el calendario está estructurado desde siempre como parte del contrato con los atletas. Nadie se sorprende de que una temporada de béisbol sea interminable. En cambio, el fútbol amplió su grilla en apenas dos décadas, sin rediseñar la preparación física ni el descanso, y lo hizo sobre futbolistas que hoy corren, en promedio, más kilómetros por partido que hace 30 años. El riesgo se multiplica. El calendario abultado y ordenado también sirvió para tener una vidriera más atractiva de ciertos productos como la inagotables cantidad de récords que se batieron en el último tiempo. Obviamente, esto acompañado de la genialidad de varios players.
Tal vez resulta llamativo que, mientras entrenadores, médicos y hasta algunos dirigentes critican este modelo, los futbolistas tengan mesura en sus palabras. silencio. No hay un sindicato fuerte que se plante ante FIFA, UEFA o las ligas y diga: “Queremos jugar menos partidos, aunque signifique cobrar menos”. Nadie quiere ser el primero en abrir esa puerta. Y cuándo alguno de los dueños del circo esboza una mueca que amaga con abrir esa posibilidad, rápidamente se cierra el grifo del reclamo.
En un negocio donde los contratos televisivos se firman por cifras récord y los salarios alcanzan números estratosféricos, ese silencio resulta funcional. El jugador se resigna, el espectáculo continúa y todos lo celebran.
La lógica es clara: cada nuevo torneo especial, cada fecha FIFA extra, cada torneo internacional, es dinero fresco que alimenta la maquinaria. El show, el circo futbolístico global, no admite pausas. Pero en esa lógica de crecimiento infinito, la pregunta se vuelve inevitable: ¿cuánto más puede resistir el fútbol sin quebrar a sus propios protagonistas? Y yendo más adelante: ¿Necesita el fútbol de los grandes protagonistas?
Por ahora, el negocio gana la pulseada. El espectáculo se mantiene vivo, con estadios llenos y audiencias millonarias. Pero las estadísticas de lesiones y la fatiga visible en los grandes nombres son el recordatorio permanente de que la maquina se está forzando. The Show Must Go On.